Cuando pagamos con veinte pesos y el kiosquero nos pregunta si no tenemos cambio, después de responder que -no- el kiosquero pareciera desatar su repentina furia en forma de monedas de 10 centavos y billetes, veteranos de guerra, de dos pesos. "Repentina", así se va a llamar mi hija.
El pensamiento del otro lado del mostrador pareciera decir - Ah sí?? Con que no tenemos cambio??... Acá tenés cambio- mientras busca, hasta en el suelo, todas las monedas de 10 centavos que tenga y selecciona cuidadosamente cada billete de dos pesos. Cuidadosamente porque están a punto de desintegrarse, hasta la cinta sktoch que los mantenía íntegros en alguna década pasada está a punto de jubilarse.
Y ahora somos nosotros, los portadores de ese "cambio" post-apocalítpico que, respondiendo a su nombre, modificó nuestro humor, nuestra volátil felicidad matutina que se evapora con cada baldosa desnivelada de la vereda.
Nos sentimos estafados, pero lo aceptamos, realmente no teníamos cambio, y ponernos exquisitos con el estado de conservación de estos electrones monetarios que orbitan en torno a nuestro libro mental sobre las buenas costumbres del kiosquero, mientras sus páginas son arrancadas por nuestro orgullo, nos parece una hipocresía, una postura difícil de mantener, sobre todo cuando hay personas esperando.
Los billetes en mal estado y las monedas de diez centavos. Un arma de doble filo que se guarda hecha un bollo entre las paredes laminares de nuestra desgastada billetera, que resuena con toda la insignificancia denotada por su pequeño diámetro en cada paso que hacemos, ese sonido que se esconde detrás del ronronear de doce autos, detrás de charlas que nadie sigue, detrás de bocinas que no logran mover autos parados sobre la senda peatonal a la espera de una luz verde que pareciera, intencionalmente, no querer llegar.
Toda la compleja significancia que se retrae detrás de este sencillo, entregado en la más espontánea e intrascendente de las venganzas capitalistas, se reactiva y vuelve a cobrar sentido al nacer un deseo. Nos invade la tentación de comprar algo que no necesitamos pero que ahora viene en un gusto que nunca habíamos probado. Y sabemos que si cuesta menos de cinco pesos, uno de esos principios que construimos con esmero e intentan oponerse inútilmente a la inflación de nuestros tiempos, la compra será un éxito.
Este nuevo señor detrás del mostrador, pronto una víctima inocente, recibirá toda la agresividad del dinero maltratado que venía por la vereda siendo objeto de esta profunda reflexión que no lleva a ningún lado. No sin antes mirar de reojo nuestra expresión de verguenza que dice - es esto o un billete de cien-, tomará el dinero. -Está justo..- sí, gracias a las ciento cincuenta monedas diez centavos y a un billete que debería estar dentro de un cubo de vidrio en un museo, iluminado por una dicroica. Ahora el excelente humor de este kiosquero, algo que lo caracterizaba, es carcomido sutilmente en un plano difícil de definir que no deja de ser uno de los más emocionales.
Nosotros escapamos de la escena del crímen, victoriosos pero con culpa, como suele suceder en cualquier transacción que involucre a un billete de dos pesos en mal estado. Sabemos que esta es una escena que se repetirá en el momento que el último kiosquero tenga que dar vuelto. Así se forma esta cadena, y lo extraño de todo es que ese billete... algún día... volverá a nuestras manos.
Remordimiento, vergüenza, sorpresa, desilusión, venganza, aceptación... sentimientos en una mañana calurosa con un paquete de tic-tacs y un jugo de ciruela que no duró ni media cuadra.