Me gusta la vida en la ciudad. Nunca me identifico cuando alguien dice que quiere vivir en la montaña; sin embargo me gusta su sentido del humor.Todavía conservo la botella, sólo que ahora tiene agua fría. Sigue en la heladera. Una botella de cuello ancho en vidrio esmerilado, tiene la rosca del pico manchada con los giros de la tapa de aluminio.También recuerdo cuando compré un tupper rojo en forma de tomate. Guardaba lo que quedaba después de cortarle dos rodajas para una hamburguesa. Guardar el 75% de algo en la heladera para el día siguiente acentúa el hecho de vivir sólo.
Siento que si transcribo lo que pienso primero en papel, en vez de tipearlo en píxeles, las ideas pasan por un proceso más puro, sin filtros. Y si es con lápiz en lugar de tinta, mejor aún. No necesito luchar con un autocorrector, si me equivoco me equivoco.
Hay cierta terapia detrás del ritmo del grafito rayando el papel amarillento. Nunca dejé de ser consciente del carácter efímero/maleable del texto en lápiz. El rozamiento entre las hojas que se genera con los pequeños movimientos de apenas unos milímetros, entre mudanzas y acomodadas de biblioteca, va desparramando en círculos el grafito y se va formando una suerte de nube arenosa en torno a las palabras. Quizas una analogía del desvanecimiento de nuestros razonamientos de ese entonces.
No puedo evitar la idea de que algún día voy a abrir esta hoja y lo que escribí hoy apenas podrá leerse. Es ese tipo de pensamientos en los que a mi psicóloga le gustaba detenerse y preguntar -por qué?-
Si aprieto fuerte la punta el trazo se vuelve más ancho y tengo que dejar más espacio entre letras. Menos palabras por renglón. Detengo el lapiz. Me voy a dormir. Giro un poco los dedos para marcar más fuerte el último punto.