Cuando los primeros exploradores cruzaron el Atlántico se creía que la tierra era plana, que al llegar a uno de sus límites un barco, se caería hacia la nada. Más adelante todos los planetas comenzaron a girar en torno a la Tierra, incluido el sol, que no es un planeta. En algún momento se creyó que muchos dioses gobernaban las distintas fuerzas de la naturaleza, el dios del viento, el dios del trueno, el dios del sol, etc. Cada momento de la historia tiene sus propias aseveraciones, algunas sostenidas desde lo religioso, otras desde las demostraciones físicas y algunas otras desde los castigos. Nadie se atrevía a discutirle al obispo que las personas con síntomas extraños, que indicaban alguna especie de rabia, no estaban poseídas por el demonio. A las personas que sufrían de convulsiones, o síntomas hiperquinéticos, se las sometía a transfusiones de sangre de vaca, un animal que mostraba una personalidad calma. Este comportamiento inherente en el flujo sanguíneo era lógico e incuestionable. Otras veces alguien era desangrado hasta que llegara a perder sus síntomas, si no perdía antes la vida.
Hoy, todavía se cree, en muchos lugares de la tierra, que algo llamado dios creó todo lo que podemos ver y tocar, aunque a él… no se lo puede ver ni tocar. En 1859 se publicó un libro llamado “El Origen de las Especies”, escrito por el naturalista inglés llamado Charles Darwin. En él se intenta demostrar, que bajo una de las reglas básicas de la naturaleza, la supervivencia del más fuerte, se dio y se da un fenómeno llamado Evolución. Dicho fenómeno explica por qué nosotros somos como somos, por qué los simios son parecidos a nosotros, y por qué cada animal posee características particulares con respecto a las de sus antepasados o íntimamente relacionadas a su entorno.
Ambas teorías, la de Dios y la de la Darwin, se mezclaron en la mente del hombre contemporáneo, y, ambas pueden coexistir en el imaginario colectivo actual. Algunas personas reconocen que somos producto de un proceso evolutivo, y al mismo tiempo estamos siendo controlados o cuidados por Dios, quien decide muchas cosas, excepto las que salen mal.
Cuando era chico creía en un montón de cuestiones cuya mecánica se generaba en los confines de mi imaginación, todo cerraba. Hoy creo en muchas cosas todavía, pero varias se extinguieron gracias al colegio, a discovery channel, mis padres, sus hermanos y mis amigos. Creo que era más rico el mundo antes de ser abrasado por la realidad.
Pensaba que era ley que si uno veía un colibrí iba a recibir visitas. Una cosa estaba indefectiblemente ligada a la otra. Si uno veía una de estas pequeñas aves verdes, que en vez de alas tienen una especie de hélice que gira en torno a su pequeño cuerpo, uno iba a recibir visitas. Extrañamente algunas veces coincidió esta secuencia de hechos y quedó demostrado que realmente funcionaba así. Pero, por otro lado, uno también podía recibir visitas sin antes ver un colibrí, esto así, no era necesario. Una connivencia entre el potencial anfitrión y el mismo destino.
Por otro lado, también llegué a pensar que las tarjetas de crédito les eran otorgadas sólo a los adultos, por haber aprendido las artes del autocontrol, y éstas les permitían comprar cosas. Nunca había que afrontar la compra con dinero, simplemente se mostraba que uno poseía una de estos objetos laminares, cuyo poder eludía el capitalismo de alguna manera extraña. La única razón por la que los portadores de estas tarjetas no caían en la locura de intentar adquirir todo cuanto se les pusiera al frente, era, simplemente eso, autocontrol. Y por alguna razón, los juguetes importados y caros que se veían en la televisión, caían en esta categoría evasiva del self-control.
Debo admitir, para vergüenza del mismo Darwin, que también creí en los Reyes Magos. Tres tipos montados en camellos voladores que aterrizaban rodeados de un aura verde (no sé por qué siempre la imaginé verde) en balcones y dejaban juguetes, envueltos éstos últimos en papel de regalo para poner, de alguna forma, una barrera visual que separara la magia de los reyes de la juguetería por la cual pasábamos todos los días; manchando, cada una de esas veces, su vidriera con nuestra frente y manitos. Este acto mágico era totalmente aceptado por nuestros padres y poco investigado por el ambiente científico. Durante mi infancia, nunca me pregunté por qué estos reyes no confiaban en el sistema de encomiendas. ¿Quizás para que su mérito fuera más palpable? ¿Más aún? No lo sé.
Asombrados mostrábamos a nuestros padres los regalos y ellos, en mutuo complot, actuaban la sorpresa. Debo halagar hoy las capacidades actorales de ambos.
En algún momento, anterior a Toy Story, fui esclavo de una teoría personal en la que los juguetes tenían vida propia. Éstos sólo interactuaban y se movían con total libertad, sin la necesidad de pilasdoble A, sólo ante la ausencia de espectadores, al igual que los levitantes del mundo entero. Bajo total conocimiento de estas reglas presentes en el mundo subalterno de mis juguetes, yo los guardaba bajo el siguiente criterio: juntaba en grupos a los que, asumía yo, se llevaban bien entre sí. Estos grupos no eran necesariamente filtrados por categorías tipológicas, a excepción de los osos de peluche, que, por alguna razón, eran discriminados por los juguetes de plástico. Los osos sólo hablaban entre sí por haber compartido tanto tiempo el territorio de la cama, estos tenían un background en común. Algunas veces se me ocurría que tal robot seguramente era amigo de aquel muñeco, así que guardaba a ambos cerca uno de otro, para ahorrarles un incómodo traslado bajo las penumbras de mi cuarto, claro, una vez que mis ojos se hayan cerrado. Intentaba facilitarle la vida a todos, y, esperaba, que de alguna forma ellos supieran que yo sabía que ellos cobraban vida, obviamente mi teoría incluía una total consciencia por parte de ellos durante su período inmóvil. Y si yo no me despertaba durante la noche, sólo era por una cuestión de respeto hacia sus costumbres nocturnas. Eso sí, algunas veces sometía a los articulados habitantes a experimentaciones en las que podían resultar derretidos, perder algún engranaje indispensable o simplemente ser babeados por un caracol de los que había en la tapia del vecino.
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