Las brisas
de diciembre se filtran por mis costillas, Incubus retumba en mis oídos y un
pequeño libro, regalo de cumpleaños, es escudriñado por mis ojos mientras mi
panza se achata contra un colchón inflable.
En los confines de mi ínsula posterior nace, se desvanece y resurge la misma imagen a cada momento, como una velita de cumpleaños de las que no se apagan. La re-representación del sello sobre la plasticidad de mis blancos papeles; sobre ese aglomerado doblado en las puntas por el peso de nuestros codos. La luz blanca del día que proviene de la calle, se cuela por entre los barrotes de hierro de una ventana alta, debajo de ella, una numeración indeleble que se discute, se cae y se reescribe. La claridad del haz inmigrante evidencia el vapor que emana del termo abierto. El agua se había pasado y había que dejarlo destapado para que se enfriara un poco.
En los confines de mi ínsula posterior nace, se desvanece y resurge la misma imagen a cada momento, como una velita de cumpleaños de las que no se apagan. La re-representación del sello sobre la plasticidad de mis blancos papeles; sobre ese aglomerado doblado en las puntas por el peso de nuestros codos. La luz blanca del día que proviene de la calle, se cuela por entre los barrotes de hierro de una ventana alta, debajo de ella, una numeración indeleble que se discute, se cae y se reescribe. La claridad del haz inmigrante evidencia el vapor que emana del termo abierto. El agua se había pasado y había que dejarlo destapado para que se enfriara un poco.
Yo tomaba
los fuertes, ella los lavados. Tomaba las infusiones cuando ya casi no tenían
sentido, el té tibio-casi frío, y el mate lavado. Pero el amor lo consumía en
su momento justo, cuando era inmaduro, pasional y voraz, en su apogeo de
irracionalidad. Pero también así, rebalsando de felicidad. Siestas y tardes de
risas reales, caricias que no había que pensarlas, solíamos criticar las
máscaras. Golpes, accidentes y caídas de la cama como niños que no se
aguantaban esos espasmos entre cada carcajada.
Cientos de
fotos de su belleza siendo revelada por los rayos del sol desde distintos
ángulos y en distintos parques. Su belleza, literalmente, sobre un pedestal.
Fragmentos
de abril traspasando los acantilados de mi cerebro como hojas de afeitar.
Cuatro cifras que tengo que digitar cada vez que quiero suplir una necesidad
impuesta; cero-impar-cero-par. ¿Algo más simbólico que eso? Que levante la
mano.
Una ciudad
funcionaba en su cabeza, donde, con los meses y la lejanía, acabaron de
consumirse los últimos saldos de una película en francés.
Una ciudad
que funcionaba desde antes de conocernos, pero funcionaba mejor una vez que nos
habíamos conocido. Ese núcleo urbano mental se desvanece, y antes de que se
apague del todo, como por un enlace se enciende en otro lugar. Como en un
experimento hidrostático, cuando se sumerge en un punto se eleva en el otro. No
se extinguió, sino simplemente cambió de lugar. Una ciudad nómada que no puede
morir, sólo trasladarse. Lo que falta en uno se lo encuentra en el otro. Hay
cierto equilibrio que sólo se puede medir en el tiempo.
Sólo ella,
sólo allí.
Nunca
hubiera imaginado que terminaría preso de la imagen de una tarde con mate y
facturas, de un perfume, de una visita inesperada, de un primer paseo hasta la
esquina de Vélez Sarsfield y Laprida.
1 comentario:
Gracias por recordar el amor.
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